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Thursday, July 24, 2008

YA NO ENVEJECEMOS...EL TIEMPO NO EXISTE

EL PAÍS DONDE NO SE ENVEJECE 21 de Diciembre 2012 (Calendario Maya)

http://es.youtube.com/watch?v=S73NyvWc7uc&feature=related
http://es.youtube.com/watch?v=jVzgAxXRPLo&feature=related

Somos los únicos seres sobre la Tierra capaces de modificar nuestra biología merced a lo que pensamos y sentimos. Somos los únicos que poseen un sistema nervioso consciente del fenómeno del envejecimiento.
Y porque somos conscientes de él, podemos cambiarlo.
La nueva realidad inaugurada por la física cuántica posibilitó por vez primera manipular la inteligencia invisible que subyace en el mundo visible. Nos enseñó que el cuerpo físico, como todos los objetos
materiales, es una ilusión, y que tratar de maniobrarlo es como tratar de agarrar una sombra sin sustancia. El mundo real es el invisible, y si estamos dispuestos a explorar las capas invisibles de nuestro cuerpo podremos habilitar el inmenso poder rejuvenecedor que mana de esa fuente.

Quisiera invitarlos a que me acompañen en un viaje de descubrimiento. Exploraremos un territorio donde no son válidas las reglas que gobiernan la vida cotidiana.
Estas reglas declaran expresamente que envejecer, debilitarse y morir es el destino de todos, y que así ha sido por los siglos de los siglos. Pero quiero que dejen por un rato en suspenso sus premisas acerca de lo que llamamos realidad, para aventurarnos como pioneros en un país en que el vigor juvenil, la renovación, la creatividad, la alegría y la intemporalidad son la experiencia diaria común y corriente, y en cambio la vejez, la senilidad, las dolencias y la muerte no sólo no existen, sino que ni siquiera son una posibilidad concebible.
Si hay un territorio como éste, ¿qué nos frena para correr a poblarlo? Ni una gran masa continental desconocida ni peligrosos mares inexplorados.

Lo que nos detiene es nuestro condicionamiento, nuestra
actual cosmovisión colectiva, la que nos inculcaron nuestros padres y maestros y la sociedad en general. A esta manera de ver las cosas -el viejo paradigma- se la ha llamado con razón "la hipnosis del condicionamiento social", una ficción que nos ha sido impuesta y en la que hemos aceptado de buen grado participar.
Si nuestro cuerpo envejece sin que podamos controlar este proceso, es porque fue programado para vivir de acuerdo con las normas de ese condicionamiento colectivo. En caso de que dicho proceso tenga en sI
mismo algo natural es inevitable, no podremos saberlo hasta que no rompamos las cadenas de nuestras antiguas creencias. Si, por otro lado, queremos generar un cuerpo juvenil y una mente atemporal, como yo les propongo, debemos descartar antes diez hipótesis acerca de lo que somos y de la verdadera naturaleza del cuerpo y de la mente, hipótesis que conforman el sólido lecho rocoso sobre el cual se asienta nuestra cosmovisión actual. Son las siguientes:

1) Existe un mundo objetivo independiente del observador, y nuestros cuerpos no son sino un aspecto de dicho mundo objetivo.
2) El cuerpo se compone de agrupamientos de materia separados en el espacio y en el tiempo.
3) La mente y el cuerpo están separados entre sí y son independientes.
4) La materia es lo primordial, la conciencia es secundaria. Expresado de otro modo, los seres humanos son máquinas que han aprendido a pensar.
5) La conciencia humana es perfectamente explicable como un producto de la bioquímica corporal.
6) Cada individuo es una entidad autónoma, desconectada de los demás individuos.
7) Nuestra percepción del mundo es automática y nos brinda un cuadro preciso de la realidad.
8) Nuestra auténtica naturaleza queda totalmente definida por el cuerpo, el yo y la personalidad de cada cual. Somos jirones de recuerdos y deseos encerrados en envolturas de carne y hueso.
9) El tiempo constituye una entidad absoluta de la que somos cautivos y a cuyos estragos nadie puede escapar.
10) El sufrimiento forma parte de la realidad, y es inevitable que seamos víctimas de la enfermedad, el envejecimiento y la muerte.

Estas hipótesis no sólo atañen al envejecimiento, sino que determinan un mundo en el que rigen la separatividad, la decadencia y la muerte; mundo en el que el tiempo es una prisión de la que nadie puede huir, y nuestros cuerpos, mecanismos bioquímicos que, como todos los mecanismos, padecen desgastes irreversibles. Esta postura, que es la base de la ciencia materialista, pasa por alto muchos aspectos de la naturaleza humana.

Somos los únicos seres sobre la Tierra capaces de modificar nuestra biología merced a lo que pensamos y sentimos. Somos los únicos que poseemos un sistema nervioso consciente del fenómeno del envejecimiento. Y porque somos conscientes de él, podemos cambiarlo.
Sería imposible identificar un solo pensamiento o sentimiento, una sola creencia o premisa, que no tenga algún efecto, ya sea directo o indirecto, sobre el envejecimiento. Nuestras células están espiando
permanentemente lo que pasa en nuestros pensamientos y son modificadas por estos. Un ataque depresivo puede provocar una devastación en el sistema inmunitario, en tanto que el solo hecho de enamorarnos puede elevar súbitamente su accionar. La desesperanza y el desconsuelo aumentan el riesgo de sufrir cáncer y ataques cardíacos, y por ende acortan la vida; la alegría y la satisfacción nos mantienen sanos y la
alargan.
Todo esto significa que no es fácil trazar con certeza la línea demarcatoria entre la biología y la psicología. El recuerdo de una tensión angustiante del pasado, que no es más que un jirón de pensamiento, libera el mismo caudal de hormonas destructivas que la tensión en sí, si se la padece en el presente.
Como la mente actúa sobre cada una de las células del cuerpo, el envejecimiento humano es fluido y maleable; puede acelerarse, lentificarse, detenerse por un tiempo y hasta revertirse. Cientos de investigaciones de las tres últimas décadas han corroborado que el envejecimiento depende del individuo mucho más de lo que se suponía en el pasado.

Pero el avance más radical no deriva de hallazgos científicos aislados, sino de toda una cosmovisión diferente. Las diez hipótesis del viejo paradigma no describen con justeza nuestra realidad; son inventos de la mente humana que hemos convertido en reglas.
Para combatir el envejecimiento en su núcleo, ante todo es preciso impugnar esta concepción, porque nada tiene más poder sobre el cuerpo que las creencias.
Cada una de las premisas del viejo paradigma puede reemplazarse por una versión más compleja y ampliada de la verdad, dando lugar así a diez nuevas premisas.
También estas son ideas creadas por nuestra mente, pero que nos proporcionan mucho mayor libertad y poder, permitiéndonos reelaborar el programa de envejecimiento que en la actualidad dirige a nuestras
células.
Esas diez nuevas premisas son:

1) El mundo físico, incluidos nuestros cuerpos, es una reacción del observador. Creamos nuestro cuerpo como creamos las experiencias que tenemos del mundo.
2) En su esencia, nuestro cuerpo se compone de energía y de información, no de materia sólida. Esa energía y esa información son una manifestación o afloramiento de infinitos campos de energía e información que abarcan todo el universo.
3) La mente y el cuerpo son inseparables. La unidad que soy "yo" se divide en dos corrientes de experiencia: a la corriente subjetiva la experimento como pensamientos, sentimientos y deseos, y a la objetiva, como mi cuerpo. Sin embargo, en un nivel más profundo las dos corrientes se encuentran en un mismo manantial creativo, y es a partir de esa fuente que tenemos que vivir.
4) La bioquímica corporal es un producto de la conciencia. Las creencias, ideas y emociones generan reacciones químicas que sustentan la vida de cada célula. Una célula que ha envejecido es el producto
terminal de una conciencia que ha olvidado lo que tiene que hacer para renovarse.
5) La percepción parece automática, pero en rigor es un fenómeno aprendido. El mundo en que vivimos, incluida la experiencia de nuestro propio cuerpo, está completamente determinado por la forma en que hemos aprendido a percibirlo. Si modificamos esa percepción, modificamos la experiencia de nuestro cuerpo y del mundo.
6) Impulsos inteligentes crean nuevas formas en nuestro cuerpo a cada segundo. Somos la suma total de esos impulsos, y podemos cambiar si cambiamos su configuración.
7) Aunque cada persona parece separada e independiente de las demás, todos estamos conectados por las configuraciones de inteligencia que gobiernan el cosmos íntegro. Nuestros cuerpos son parte de un cuerpo
universal, nuestras mentes un aspecto de una mente universal.
8) El tiempo no existe como entidad absoluta, sólo la eternidad El tiempo es eternidad cuantificada, atemporalidad fragmentada por nosotros mismos en segundos, horas, días, años. Lo que denominamos la
secuencia temporal es un reflejo de nuestro modo de percibir el cambio. Si pudiéramos percibir lo que no cambia, dejaría de existir el tiempo tal como lo conocemos. Si podemos aprender a metabolizar el
no-cambio, la eternidad, lo absoluto, estaremos en condiciones de crear la fisiología de la inmortalidad.
9. Cada uno de nosotros habita una realidad que está más allá de todo cambio. Muy en lo profundo, desconocido por los cinco sentidos, hay un núcleo íntimo del ser, un campo de no-cambio que es el creador del cuerpo, el yo y la personalidad. Eso es lo que realmente somos.
10. No somos víctimas impotentes del envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Todo ello forma parte del decorado, inmune a cualquier tipo de cambio. El ser que contempla el decorado es el espíritu, expresión
del ser eterno.

Estas premisas son de muy vastos alcances y configuran una nueva realidad; no obstante, todas ellas se fundan en descubrimientos de la física cuántica realizados hace casi un siglo. Las semillas del nuevo paradigma fueron plantadas por Einstein, Bohr, Heisenberg y otros pioneros, que se percataron de que la manera aceptada de concebir el mundo físico era falsa. Aunque las cosas "externas" parecen reales, no hay nada, aparte del observador, que pruebe su realidad. No hay dos personas que compartan exactamente el mismo universo. Cada visión del mundo crea su propio mundo.
¿Cuándo aceptamos algo como "real"? Cuando podemos verlo y tocarlo. Estamos prejuiciados en favor de las cosas reconfortantemente tridimensionales, de las que nos anotician nuestros cinco sentidos. Todos ellos comunican un idéntico mensaje: las cosas son lo que parecen. De acuerdo con esta "realidad", la Tierra es plana, el suelo a nuestros pies está fijo, el Sol se alza en el este y se pone en el oeste. Si no cuestionáramos nuestros sentidos, esos serían hechos inmutables.
Einstein y sus colegas no ignoraban que el tiempo y el espacio son el producto de nuestros sentidos, que vemos y tocamos objetos que ocupan tres dimensiones y experimentamos los sucesos como si acontecieran en una secuencia cronológica; pero supieron desenmascarar esta apariencia. Reorganizaron el tiempo y el espacio en una nueva geometría sin principio ni final, sin aristas, sin solidez. Cada partícula sólida del universo resultó ser un espectral manojo de energía vibrando en un inmenso vacío.
Fue así que el viejo modelo espaciotemporal fue reemplazado por el flujo atemporal, un campo en constante transformación. Este campo cuántico no es algo separado de nosotros, sino que nos constituye. La
naturaleza crea las estrellas y galaxias, los quarks y los leptones; así también nosotros nos creamos a nosotros mismos. La gran ventaja de esta nueva cosmovisión es que es enormemente creativa: el cuerpo
humano, al igual que todo lo demás en el cosmos, se renueva continuamente a cada segundo. Nuestros sentidos nos informan que habitamos un cuerpo sólido en el tiempo y el espacio, pero esa es sólo la capa más superficial de la realidad. Nuestro cuerpo es mucho más milagroso, fluye movido por el poder que le dan millones de años de inteligencia aplicada a supervisar el cambio permanente que tiene lugar en nuestro interior. Cada célula es una terminal en miniatura conectada a la computadora cósmica.

Desde esta perspectiva, no parece posible que los seres humanos puedan envejecer. Por más que un bebé recién nacido parezca débil e indefenso, está soberbiamente equipado para defenderse contra los
estragos del tiempo. Si el bebé pudiera preservar su estado de inmunidad casi invulnerable, viviríamos, según las estimaciones de los fisiólogos, no menos de doscientos años. Si pudiera conservar sus suaves arterias tan flexibles como la seda, el colesterol no tendría dónde alojarse y no conoceríamos las dolencias cardíacas. Cada una de las 50 billones de células que componen a un recién nacido es tan límpida como una gota de lluvia, no hay en ella huella alguna de residuos tóxicos. No hay motivo para que envejezca, porque nada en su interior ha comenzado a perturbar su funcionamiento perfecto. Sin embargo, las células del bebé no son nuevas, en realidad: los átomos que las integran han circulado por el cosmos durante miles de millones de años. Lo que convierte al bebé en algo nuevo es una inteligencia invisible aplicada a plasmar una forma de vida única. El cambio atemporal ha inventado un nuevo paso de baile, los ritmos pulsátiles de un cuerpo recién nacido.
El envejecimiento es la máscara que encubre la pérdida de inteligencia. La física cuántica nos revela que esta danza cósmica no tiene fin, que el campo universal de la energía y la información no deja nunca de transformarse. Nuestros cuerpos obedecen a ese mismo impulso creador. Se estima que en cada segundo se produce en cada célula seis billones de reacciones; si alguna vez se interrumpiera esta corriente de transformación, nuestras células caerían en el desorden, que es sinónimo de envejecimiento. El pan viejo pierde su gusto y se endurece porque es presa de la humedad, los hongos, la oxidación y diversos procesos químicos destructivos. Un acantilado de roca caliza se desmenuza con el correr del tiempo porque lo baten los vientos y las lluvias y no tiene poder para reconstruirse. También nuestros cuerpos sufren el proceso de oxidación, son atacados por hongos y por diversos gérmenes, están expuestos al viento y a la lluvia; pero a diferencia del pan o de la roca caliza, somos capaces de renovarnos. Nuestros huesos no almacenan el calcio como lo hace la caliza: lo hacen circular. Nuevos átomos de calcio ingresan de continuo a nuestros huesos y los abandonan para incorporarse a la sangre, a la piel, a otras células, según el cuerpo lo demande.
Para permanecer con vida, el cuerpo humano debe vivir al borde del cambio. En este instante tú exhalas átomos de hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno que hace apenas unos momentos estaban enclaustrados en la materia sólida; tu estómago, hígado, corazón, pulmones, cerebro, se esfuman en el aire leve y son sustituidos de la misma manera veloz e interminable en que son disgregados. La piel cambia en un mes, los tejidos del estómago cada cinco días, los del hígado cada seis semanas, y el esqueleto cada tres meses.

Ante el ojo inocente, todos estos órganos presentan el mismo aspecto de un momento al otro, pero se hallan en flujo permanente. Dentro de un año el 98% de los átomos de tu cuerpo habrán sido intercambiados con otros nuevos.
Una enorme proporción de este cambio interminable nos beneficia. De millones de enzimas que reaccionan con un aminoácido, sólo una lo hará en forma algo menos que perfecta; en una cadena de ADN que codifica miles de millones de elementos de información genética, habrá uno a lo sumo que no se autorreparará correctamente si sufre algún daño. Estos raros errores son imperceptibles, y se diría que no cuentan. Pero las invisibles grietas de la perfección del cuerpo cuentan. La precisión de nuestras células va desmejorando de a poco. Lo siempre nuevo empieza a ser un poco menos nuevo. Y envejecemos.
A partir de los 30 años, al ritmo de un caracol (un 1% anual en promedio), el cuerpo comienza a desequilibrarse. Aparecen las primeras arrugas, la piel pierde su tono y su frescura, los músculos se aflojan, la visión y la audición declinan, los huesos se tornan más endebles y quebradizos. El dinamismo y la resistencia inician una leve pendiente descendente y se vuelve más pesado realizar el mismo trabajo físico que antes. Aumenta la presión arterial y muchas sustancias bioquímicas se apartan de sus niveles óptimos; la más molesta es el colesterol, que con los años crece en proporción, marcando el insidioso avance de las enfermedades del corazón, las más mortíferas.
En otros frentes se descontrolan las mutaciones celulares y aparecen tumores malignos en un individuo de cada tres, principalmente después de los 65 años.
Con el tiempo, estos "cambios producidos por la edad", como dicen los gerontólogos, ejercen gran influencia. Son miles de pequeñísimas olas que generan la marea menguante de la vejez. Pero en un momento cualquiera, el envejecimiento sólo da cuenta del 1% del cambio total del cuerpo. En otras palabras, el 99% de la energía y la inteligencia de que estamos compuestos queda intacto. Considerado el cuerpo como un proceso, si se eliminase ese 1% disfuncional, se suprimiría la vejez. Pero... ¿cómo dar con él? Para responder a esta pregunta, debemos encontrar el interruptor que pone en funcionamiento la inteligencia interna del cuerpo.

La nueva realidad inaugurada por la física cuántica posibilitó por vez primera manipular la inteligencia invisible que subyace en el mundo visible. Einstein nos enseñó que el cuerpo físico, como todos los objetos materiales, es una ilusión, y que tratar de maniobrar con él es como tratar de agarrar una sombra sin sustancia. El mundo real es el invisible, y si estamos dispuestos a explorar las capas invisibles de nuestro cuerpo podremos habilitar el inmenso poder creador que mana de esa fuente.
El mundo que aceptamos como real parece poseer cualidades bien definidas. Hay cosas grandes y pequeñas; algunas son duras, otras son blandas. Sin embargo, ninguno de estos atributos significan nada
fuera de nuestra percepción. Tomemos un objeto cualquiera, como una silla. Tal vez para nosotros no sea un objeto de gran tamaño (podemos levantarla fácilmente, ocupa un lugar reducido en la habitación, etc.), pero para una hormiga es inmenso. Para nosotros es un objeto sólido y duro: un neutrino lo atravesaría en un santiamén sin detener su marcha en absoluto, porque para una partícula subatómica la distancia entre los átomos equivale a kilómetros de los nuestros. La silla nos parece estática y estable; si la observáramos desde el espacio exterior, veríamos que gira y avanza, junto con nosotros y todo lo demás que hay en la Tierra, a miles de kilómetros por hora.
Cualquier aspecto que describiéramos de la silla se alteraría por entero si tan sólo modificamos nuestra percepción. Si es roja, podemos hacerla parecer negra poniéndonos anteojos oscuros; si pesa dos kilos,
podemos hacerla pesar menos de uno situándola en la Luna, o cientos de miles si la ponemos en el campo gravitatorio de una estrella de gran masa.
Dado que no existen cualidades absolutas en el mundo material, es equivocado afirmar que hay un mundo independiente "externo": el mundo es un reflejo del aparato sensorial que lo registra. El sistema nervioso humano sólo asimila una porción minúscula (menos de una parte en mil millones) de la energía vibratoria total del ambiente que lo rodea. Otros sistemas nerviosos, como el de un murciélago o el de una serpiente, reflejan un mundo distinto, que coexiste con el nuestro. El murciélago percibe el mundo ultrasónico, la serpiente el mundo de los rayos infrarrojos; ambos le están vedados a la percepción de los humanos.
Lo único que hay "allí afuera" son datos informes que esperan ser interpretados. Tomamos la "fluida sopa cuántica", como dicen los físicos, y con nuestros sentidos lo congelamos y hacemos de ella un mundo tridimensional. Ninguno de los "datos objetivos" en que se funda normalmente nuestra realidad es válido en lo fundamental.
Por perturbador que esto suene, es increíblemente liberador darse cuenta de que podemos cambiar el mundo (incluido el cuerpo) simplemente cambiando nuestra percepción. El modo en que nos percibimos provoca enormes cambios en nuestro cuerpo. Para dar un ejemplo: la jubilación obligatoria de un individuo a los 65 años establece una fecha arbitraria en la que caduca su utilidad social. El día anterior al 65º cumpleaños, es mano de obra valiosa y aprovechada; el día después se convierte en un parásito. Clínicamente, las consecuencias de este cambio perceptual pueden ser catastróficas. En los primeros años posteriores a la jubilación crecen muchísimo los índices de cáncer y de cardiopatías, y una muerte prematura se lleva consigo a hombres que, antes de jubilarse, estaban sanos. A este síndrome se lo llama "muerte por jubilación prematura"; se vincula con la percepción de que los días útiles de uno tocan a su fin. En las sociedades en que la vejez es aceptada como parte importante del tejido social, los ancianos se mantienen muy vigorosos: levantan pesos, trepan cerros o bailan de modos que no consideraríamos normales en nuestros viejos.
La posibilidad del procesar las elementales y caóticas vibraciones de la "sopa cuántica" convirtiéndolas en fragmentos significativos de realidad abre enormes variantes creativas, pero esa posibilidad sólo existe si somos conscientes de ella. Mientras el lector lee este artículo, una enorme proporción de su conciencia está creando su cuerpo sin que él participe. El llamado sistema nervioso autónomo está destinado a controlar funciones que escapan a nuestra conciencia.
Si nos largamos a caminar en medio de una tupida niebla, los centros involuntarios del cerebro se encargarán de hacernos superar el trance, manteniéndonos alertas ante los peligros y equilibrados para activar de inmediato la respuesta frente a una tensión sorpresiva. Entretanto, continúan incesantemente centenares de acciones a las que no les prestamos ni la más mínima atención: la respiración, la digestión, el crecimiento de nuevas células y la reparación de las dañadas, la purificación de las toxinas, la preservación del equilibrio hormonal, la conversión de la energía almacenada en glucemia, el mantenimiento de la temperatura, la derivación de la sangre hacia los músculos que más la necesitan, la sensación de los movimientos, la audición de los sonidos circundantes...

Estos procesos automáticos cumplen un notable papel en el envejecimiento, ya que al avanzar en edad disminuye nuestra capacidad para coordinarlos. Una vida entera de procesos inconscientes provoca numerosos deterioros, en tanto que una vida consciente los evita. El propio acto de atender con conciencia a las funciones corporales, en vez de dejarlas libradas al piloto automático, nos cambiaría el modo de envejecer.
Todas las funciones involuntarias, desde el latido cardíaco hasta la regulación hormonal, pueden controlarse con la conciencia. La era del biofeedback y de la meditación nos ha enseñado que los enfermos del corazón pueden ser entrenados para reducir a voluntad su presión arterial o los ulcerosos para que mermen sus secreciones ácidas, entre decenas de otras cosas. ¿Por qué no emplear estas habilidades a fin de
mejorar el proceso de envejecimiento? ¿Por qué no cambiar de percepción?
Si queremos modificar nuestras pautas perceptuales, debemos saber en qué consisten. Nuestro cuerpo parece compuesto de materia sólida, divisible en moléculas y átomos, pero la física cuántica nos dice que en cada átomo hay un 99,9999% de espacio vacío, y que las partículas subatómicas que lo atraviesan a la velocidad del rayo son de hecho manojos de energía vibratoria. No obstante, estas vibraciones no son aleatorias ni carecen de significado: portan información. Así, un puñado de vibraciones son codificadas como átomos de hidrógeno, otras como oxígeno.

Estas codificaciones son abstractas, y de hecho lo es, en definitiva, nuestro cosmos y todo lo que hay en él.
Si perseguimos la estructura física del cuerpo hasta sus últimas consecuencias llegamos a un callejón sin salida: las moléculas ceden paso a los átomos, estos a las partículas subatómicas, y éstas a fantasmas de energía que se esfuman en un vacío casi total, misteriosamente portador de información aun antes de que esta información cobre una forma manifiesta.
La sustancia esencial del universo (incluido nuestro cuerpo) es la no-sustancia, pero es una no-sustancia fuera de lo común: es una no-sustancia pensante. El vacío que hay dentro de cada átomo late con inteligencia invisible. Los genetistas la localizan sobre todo en el ADN, pero esto es sólo por motivos de conveniencia. La vida se despliega cuando el ADN imparte su inteligencia codificada a su parte gemela activa, el ARN, que a su vez pasa a las células e imparte bits de inteligencia a miles de enzimas, las que por su parte utilizan esa inteligencia para fabricar proteínas. En todos los puntos de esta secuencia debe intercambiarse energía e información, pues de lo contrario no podría edificarse la vida a partir de la materia inerte.
El metabolismo es algo más que un proceso de combustión o de oxidación: es un acto inteligente. El mismo azúcar que permanece yerto en la azucarera es el que sustenta la vida con su energía, pues las células del cuerpo le infunden nueva información. El azúcar puede entregar su energía a una célula del riñón, o del corazón, o del cerebro, por ejemplo; todas estas células contienen formas de inteligencia completamente singulares: la contorsión rítmica de una célula cardiaca es por completo distinta que la descarga eléctrica de una célula cerebral o el intercambio de sodio de una célula del riñón.

Pero por maravillosa que sea esta riqueza y variedad de inteligencias, en el fondo hay una sola, que todo el cuerpo comparte. Al envejecer, el fluir de las inteligencias queda comprometido en diversos aspectos.
La inteligencia específica del sistema inmunitario, del sistema nervioso y del endocrino comienzan a mermar; los fisiólogos saben que estos sistemas son las "llaves maestras" que controlan el resto del organismo. Las células del sistema inmunitario y las glándulas están dotadas de los mismos receptores de señales cerebrales que las neuronas: son como un cerebro extendido. La senilidad se limita, pues, a nuestra materia gris: cuando el sistema inmunitario o el endocrino pierden inteligencia, irrumpe la senilidad en todo el cuerpo.
El deterioro propio de la edad sería inevitable si el cuerpo fuera sólo material, porque todo lo material es presa de la entropía, la tendencia de los sistemas ordenados al desorden. El ejemplo clásico de entropía es un auto abandonado en un corralón para chatarra: la entropía convertirá a la larga esa máquina, antaño veloz, en un montón de escombros oxidados. No hay chances de que el proceso se revierta, de que la pila de hierros viejos vuelva a armarse a sí misma en un auto nuevo. Pero la entropía no se aplica a la inteligencia: una parte invisible es inmune a los estragos del tiempo. La ciencia moderna apenas empieza a descubrir las consecuencias de esto, pero es algo sabido desde hace siglos en las tradiciones espiritualistas, cuyos maestros lograron conservar hasta muy avanzada edad la juventud corporal.